Del Cabo de la Vela a Nazaret

Visto desde el mar el guano dejado por los pájaros teñía de blanco el emblemático morro de Julirianalü, que se encontraba a la entrada del desconocido Cabo que Ojeda y sus hombres veían por primera vez ese año del señor de 1499. Recorrían las costas de una extensa comarca que los indígenas llamaban Coquibacoa y que los navegantes hispanos confundieron con una vasta isla. A lo lejos el blanco excremento de las aves marinas les pareció la vela de un navío y así llamaron a ese hito geográfico y simbólico Cabo de la Vela como se le conoce hasta hoy. 
Fue el propio Ojeda quien en las instrucciones que dio a su sobrino Pedro en 1502 vuelve a mencionarlo como un lugar  cercano a sus afectos pues se hallaba vinculado a su mujer guajira, Isabel, a quien había conocido en su primer viaje en  la costa oriental de la península cerca del lago de San Bartolomé. Acaso fue ella quien le habló por primera vez de los ricos ostrales que abundaban en esos mares. Ojeda ordenó a su sobrino recorrer la costa desde el río de la Hacha, entonces llamado  río Seturma, y averiguar lo de las perlas “y deteneos en el Cabo de la Vela por amor a Isabel”.
Detenerse en el Cabo es, pues, un antiguo e inexorable mandato. Este no se limita a los seres vivos sino que incluye el alma de los difuntos, ya que en los cerros del Cabo se encuentra la entrada a Jepira: la tierra de los muertos. Se debe llegar a este lugar con respeto pues el mar puede inesperadamente agitarse y miles de murciélagos, que representan las almas de los fallecidos volarán en torno a quien se aventure en ese sitio sagrado. 
El Cabo de la Vela comprende un extenso territorio, caracterizado por una rica toponimia indígena. Para llegar hasta él hay que pasar por los lechos secos de los arroyos en los vecindarios wayuu situados al sur, llamados Ishotshiima’ana, Koushotchon y Pujulu’u. Luego se accede al pueblo propiamente dicho, con sus viviendas y posadas turísticas. La zona de colinas situada al norte se llama Uuchitu’u y comprende diferentes lugares que forman parte de una extensa y entrelazada geografía mítica. 
El imperturbable morro del Cabo, el mismo que contribuyó a darle su actual nombre, tiene entre sus fondos marinos jardines de coral que atraen a los peces heridos por los pescadores. En estos paisajes vive la seductora Pulowi, ser mitológico que posee variadas riquezas marinas: corales, tortugas, peces que pastan en las extensas praderas del Caribe. Allí Pulowi cura a los peces quitándoles puntas de cuchillos, arpones y restos de redes que les dejan descuidados cazadores humanos. Ese lugar era llamado antiguamente Julirianalü que según el escritor wayuu Glice río Tomás Pana quería decir “alada mariposa que emerge de las aguas marinas”.
El cerro de Kamaichi, cándidamente llamado Pilón de Azúcar por los guías de turismo, se encuentra separado de las demás elevaciones y es uno de los cerros sagrados que se desprendieron de la Sierra Nevada para recorrer la península y quedarse en distintos puntos de ella. Los otros son: Epitsü,  el cerro de La Teta que mira hacia el golfo de Venezuela y el hermano mayor: Iitujolu, que custodia a Nazaret en plena serranía de la Makuira. Kamaichi es el “señor de las cosas del mar” y gracias al amor de Jepirachi, un viento que en algunas narraciones es masculino y en otras femenino, a veces singular y en otras plural, se quedó en ese lugar del Cabo a pastorear sus inmensos rebaños de animales marinos.
Muy cerca del morro, pero en tierra firme camino del faro, se encuentra el ondulado promontorio de Pantu, el barrigoncito. En las escondidas playas de Pantu, si uno se separa  de los conocidos senderos de los turistas puede verse el mejor atardecer de Colombia. Esa es una zona en donde bajo los raquíticos trupillos peinados por el viento los pescadores de otros territorios costeros establecen en algunas épocas del año improvisados campamentos de pesca.  Para percibir la magnificencia del Cabo hay que escalar en las primeras horas de la mañana el cerro de Lujou sobre el que este se encuentra. Desde el faro, mirando la vastedad del mar de los Caribes, todas las épocas confluyen. Quizás puedan verse aun las embarcaciones de Ojeda o el navío en el que jugando cartas un día de octubre de 1544 un rayo mató a los hermanos de Gonzalo Jiménez de Quesada. Es posible sentir aún las embarcaciones de John Hawkins y de su protegido Francis Drake a la caza de las perlas del Cabo y  Riohacha. Con suerte uno se imagina, como lo conserva la tradición oral, al soberbio jefe wayuu Arijira Iipuana saludando a Alonso de Ojeda en una mañana de finales del siglo XV.
El mar que se encuentra al este del Cabo no es tan plácido como el que se halla al oeste, se baja a él pasando por un milena río ojo de agua y en su litoral se encuentran diversas cuevas que pueden explorarse en las primeras horas de la mañana cuando aún  no se encrespan las aguas ni arrecia el viento. Allí se pueden observar pequeños erizos de mar, diminutos cangrejos y babosas que nacen en esas especies de sala cunas marinas. Bandadas de pelícanos y cormoranes bucean en los alrededores cerca de pequeñas elevaciones, que introduciéndose en el mar parecen una réplica de la península en miniatura. Por esas costas, que en la época de vientos se tornan riesgosas para la navegación y la pesca, suelen desplazarse en sus canoas los pescadores del Cabo rumbo a sus caladeros, entre ellos se encuentra Magnolia, la hija de Santiago Uliana, una mujer pescadora cuya destreza está probada en una actividad considerada como típicamente masculina y quien ha sobrevivido a los fuertes vientos y corrientes que han estrellado y destruido su embarcación contra las rocas. Este es el espacio acuático de los apalaainshi como ella: seres wayuu que literalmente tienen su corazón volcado hacia el mar.
El Cabo de la Vela por las noches es como un inmenso observatorio astronómico. Los niños wayuu tienen en él un abigarrado texto de relatos míticos pues muchas estrellas como Pamo o Jichi fueron en tiempos extraordinarios diestros  pescadores indígenas. Los cazadores de peces wayuu distinguen entre tipos de astros llamados joroots, que corresponden a planetas o a estrellas muy luminosas, y astros titilantes que suelen corresponder a estrellas comunes que reciben nombres específicos como Pamo o Jichí. Además identifican a diversas constelaciones como las Pléyades (Iiwa)  que desempeñan un papel fundamental en su conjunto mítico y la organización de su calendario y la Osa Mayor y Menor, que les sirven de orientación para la navegación. A estos últimos conjuntos de astros, llaman aluwasü, estrellas “caminos de embarcaciones” que se emplean para marcar el rumbo en la navegación y la pesca nocturnas. Igualmente identifican “estrellas despertadoras”, que sirven para marcar el inicio de la pesca vespertina, como de la nocturna.
Viajar del Cabo de la Vela hasta Nazaret es enlazar dos hitos simbólicos los cerros hermanos de Kamaichi e Iitojolu. Es marchar hacia las entrañas de Coquibacoa y recorrer caminos prehispánicos y coloniales que evocan antiguos alzamientos indígenas y las campañas de pacificación militar del siglo XVIII. El viaje puede hacerse por los desfiladeros que llevan a Media Luna pasando al lado de las gigantescas aspas del parque eólico Jepirachi hasta llegar a la histórica bahía de Portete. 
Llamado El Portichuelo por los españoles, desde 1544 se encuentran registros históricos del comercio ilegal de esclavos negros en sus aguas. La Bahía es somera con un mínimo de tres y un máximo de 20 metros de profundidad. Cubre una superficie aproximada de 125 km2 y está comunicada con el mar abierto por una boca de dos kilómetros de ancho. Se encuentran en sus costas zonas de manglares y en el fondo de la bahía áreas coralinas y de pastos marinos. Una población de caimanes de aguja (Crocodylus acutus) con gran resistencia a la salinidad vive en los manglares. Diversos entes hacen esfuerzos hoy en su conservación. La Bahía es además una zona de alimentación de tortugas de congregación de aves marinas,   crianza de peces y juveniles de langosta y en el pasado reciente fue un próspero y bullicioso puerto. Hoy el vacio de sus casas despierta recuerdos lacerantes en la memoria colectiva wayuu.
Atravesando bosques secos y prolongadas planicies desérticas se llega a Bahía Honda la tierra de las grandes utopías de Ojeda, Arévalo y Bolívar,  Son varias las patrias wayuu que se encuentran en esa ruta, Guay, Pusheo y Mauripao, entre otras. En Bahía Honda se fundó, en mayo de 1502, el primer asentamiento hispánico de Sudamérica, la efímera ciudad de Santa Cruz, más antigua que Santa María la Antigua del Darién. Su existencia fue tan breve como la de la Gobernación de Coquibacoa, de la que fue su principal asentamiento. El hostigamiento indígena, la carencia de suministros y las discordias de los socios comerciales del proyecto de Ojeda dieron al traste ese mismo año con la primera entidad territorial castellana creada en Tierra Firme.
Durante el siglo XIX Bahía Honda fue, junto con Navío Quebrado, la gran productora de sal de la nación. Tiene en su extremo occidental a Punta Cañón y en el  oriental a Punta Soldado. En las aguas de Punta Cañón se encuentran imponentes acantilados y lugares sagrados de los wayuu. Desde allí puede transitarse hasta el histórico asentamiento de San José de Bahía Honda, poblado y abandonado sucesivamente en diversos momentos de la época colonial y republicana.  En Punta Soldado pueden verse aún ruinas españolas, restos de rudimentarios fortines construidos en piedra, estelas de la primera mitad del siglo XX dejadas por los acorazados norteamericanos como testimonio de sus visitas de “buena voluntad”. Allí en esta majestuosa bahía pensó Simón Bolívar erigir la ciudad de Las Casas como capital de la república de la Gran Colombia. En su carta de Jamaica de 1815 el Libertador afirmó:
“Esta posición aunque desconocida es más ventajosa por todos respectos, su acceso es fácil y su situación tan fuerte que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un terreno tan propio para la agricultura como para la cría de ganado y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados y nuestras posesiones aumentarían con la adquisición de La Goajira” 
Al salir de Bahía Honda se puede mirar la serranía de Palaashi en la que se encuentra el soberbio cerro de Luma, que recuerda una gigantesca enramada de piedra. Se atraviesa por los asentamientos wayuu de Pasadena, Paraíso Nuevo Ambiente, Punto Fijo y La Unión. Al mirar hacia la izquierda pueden verse las mesetas de Chimare y se encuentran los caminos que conducen a Taroa, Punta Gallinas y la duna gigantesca y mítica de Poluwa. La mitológica serranía de Makuira empieza a ser visible y surgen vecindarios wayuu con una singular toponimia. No hace mucho tiempo que un destartalado letrero decía Bienvenido a Paris. Y como todos saben en la región más allá de Paris se encuentra Buenos Aires.
El peculiar pico del cerro de Iitujolu anuncia la cercanía del final del viaje en Nazaret   El nombre de esta población le fue dado por los misioneros que en 1913 crearon el Orfelinato de la Sagrada Familia de Nazaret. Este se halla emplazado en la serranía de Makuira una zona de resguardo indígena y a la vez parque natural.  Este se encuentra dispuesto en dirección noroeste- sureste y mide aproximadamente 35 km de longitud por 10 km de ancho. El parque presenta diversos tipos de bosques, entre ellos el bosque enano nublado. Esta serranía conforma una barrera geológica en donde se condensa la humedad procedente del mar Caribe, que propicia la formación de neblina que penetra en el bosque y crea un enclave húmedo en medio del desierto. En las zonas que están por encima de los 500 m, predomina un bosque enano de niebla con características similares a los bosques andinos encontrados en elevaciones superiores a 2.700 m; por lo tanto, es un bosque húmedo de alta pluviosidad encontrado en una región semidesértica. 
La Makuira tiene una alta importancia en el conjunto mítico wayuu. Fue en este territorio en donde los mellizos mitológicos apuntaron con certeras flechas a la vagina dentada de la joven y primigenia Wolunka  Desde entonces las mujeres pudieron unirse a los hombres y tener descendencia “así te conocerán tus nietos, sin dientes” le dijo Maleiwa. La roca en que Wolunka se sentó quedó teñida de rojo y aún puede verse cerca de Nazaret.


Allí está Nazaret con sus reputados palabreros, como Eduardo Suarez y Kusina Jayaliyuu, su indomable arroyo de Wotkasainru, que nadie reta en invierno, sus nubladas mañanas, su refrescante chorro de agua, sus frescos patios con mangos y limoneros, su vegetación inesperada para alguien que viene de atravesar el caliginoso desierto guajiro. Allí la vida comunitaria gira alrededor de los sucesos cotidianos del histórico internado y del hospital intercultural, de la llegada de los vehículos de carga y pasajeros que vienen y van a Maracaibo, de las lluvias y las sequías, de eventos sociales como los arreglos matrimoniales, las disputas y los funerales que cíclicamente marcan el tiempo en el universo social de los wayuu.

Weildler Guerra Curvelo
Del Cabo de la Vela a Nazaret
8 DE ABRIL · PÚBLICO

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